Tendemos a ver la creatividad como
algo chic y elitista, solo al alcance de unos pocos privilegiados. Así lo
interpretó en 1999 el psicólogo social Howard Gardner en Inteligencia
reestructurada: múltiples inteligencias para el siglo XXI. Sin embargo,
con los años se va imponiendo la visión democrática de Ken Robinson, convertido en todo un
gurú para un séquito de pedagogos. En opinión de este educador y conferenciante
de masas, “todo el mundo es capaz de tener éxito en algún área si se dan las
condiciones precisas y se ha adquirido un conocimiento relevante y unas
habilidades”. Hasta ahí todos satisfechos. El problema llega ahora. Según este
británico, la escuela mata esta creatividad que
no tiene por qué ser artística, como solemos imaginar, sino científica o
social.
Según Robinson, al profesor solo le interesa que se
conteste lo que está en los contenidos del temario, lo que provoca la
frustración de aquellos niños que son más arriesgados y a los que les gusta
improvisar. Eso provoca que cada vez se atrevan menos a pensar de manera
diferente por miedo a equivocarse. Tienen un comportamiento más rígido y
convergente. Todo ello, en opinión del pedagogo, tiene su origen en una escuela
anacrónica concebida durante la revolución industrial pensando en la producción
en cadena. Un esquema que casa mal con una sociedad basada cada vez más en los
servicios y el conocimiento.
El filósofo José Antonio Marina en
el blog de su proyecto Observatorio de la Innovación Educativa se
muestra disconforme: “Este tema no se puede despachar a la ligera. No se puede
desprestigiar la respuesta correcta, como hace Robinson. No hay una solución
creativa a la tabla de multiplicar, ni se puede mezclar Napoleón con Harry
Potter en un relato histórico. Tampoco se puede ensalzar tanto el pensamiento
divergente que se anule el pensamiento convergente”.
“La escuela fagocita la creatividad si tiene un punto
de vista tradicional y se aplica la metodología de siempre. Pero sí que hay
profesores que saben desarrollarla”, opina Beatriz Valderrama, autora
de Creatividad inteligente: guía del emprendedor (Pearson, 2012). “Es
bueno ir a la escuela infantil. Tiene grandes beneficios cognitivos y sociales.
Estar con otros niños les despierta la inteligencia emocional. Conocen otros
mundos, aprenden a compartir y desarrollan capacidades motrices”. Algunos
informes muestran que la escolarización temprana mejora el rendimiento
académico, pero los principales factores determinantes del éxito escolar siguen
siendo el origen social y el nivel formativo de los padres.
La Enciclopedia de malos alumnos y rebeldes que llegaron a
genios, de Jean-Bernard Pouy, Serge Bloch y Anne Blanchard,
pasma con un listado de personalidades que, curiosamente, solo incluye un
nombre femenino, Agatha Christie, la reina de la novela negra. El físico
Stephen Hawking no aprendió a leer hasta los ocho años; Evariste Galois, padre
del álgebra moderna, no pasó dos veces la prueba de acceso a la Escuela
Politécnica de París; de John Gurdon, reciente premio Nobel de Medicina, la
elitista escuela Eton escribió “no tiene posibilidad de estudiar una
especialidad. Sería una pérdida de tiempo para él y para los que deberían enseñarle”;
Thomas Edison, inventor de la bombilla eléctrica que obtuvo más de 1.000
patentes, estudió en casa con su madre porque fue expulsado del colegio... La
lista es interminable: pintores (Dalí, Picasso, Cezanne, Leonardo), escritores
(Dumas, Balzac), músicos (Verdi, Debussy) o mandatarios (Napoleón, Churchill).
Y no faltan genios contemporáneos —demostrando que al menos en las últimas
décadas el sistema ha fallado— como Larry Ellison, Bill Gates y Steve Jobs.
El niño convive de forma progresiva con el mundo desde
que empieza a comer y dormir, y estas primeras etapas tempranas son especialmente
arriesgadas, pioneras y prometedoras. Es lo que el psicoanalista Sigmund Freud llamaba “inteligencia
radiante”. Mientras que Goethe, en
la misma línea, aseguró en su obra Poesía y verdad: “Si los niños continuaran creciendo con la misma fuerza, contaríamos
con cientos de genios”.
Las maestras de infantil Arantza de las Heras y Rosa
Fernández se dieron cuenta en cuanto empezaron a ejercer de que “perdían”
algunos niños cuando se les obligaba a sentarse a hacer fichas y seguir un
libro con tres años. Así que en las aulas del colegio
público Aldebarán en Tres Cantos (Madrid) los alumnos de
cinco años desarrollan su creatividad cada uno a su ritmo. Cada mañana se
reúnen en asamblea y deciden qué quieren hacer, y las maestras encauzan sus
deseos. “No se trata de decir: haz lo
que quieras. Le planteas preguntas y
luego él opta por lo que quiere hacer”. Sin olvidar que a través del
conocimiento del sistema solar se puede introducir lógica matemática o
lectoescritura.
Montse Julià, directora del centro Montessori-Palau
(Girona), cree a pies juntillas la teoría de Robinson. “El niño no puede estar sometido a una rutina
de asignaturas en un colegio en el que solo se le enseña a obedecer unas
órdenes”. Por eso en las enseñanzas infantil y primaria de su colegio cada
uno va por libre —“el tiempo es fundamental para que las ideas fluyan”— y se
juntan en el mismo aula niños de tres a cinco años y de seis a ocho. “Así
juegan tres papeles. El de pequeño, que tiene como referente al mayor; el de
mediano, y el grande, que consolida lo aprendido”.
El maestro del método Montessori planifica algo nuevo
cada dos días, y cada cual decide si va a hacer sumas, leer o aprender
ortografía. “Solo hay un horario para el comedor y para clases especiales:
educación física, violín..., cuenta Julià. “Es muy positivo. Los fundadores de
Google cuentan en un vídeo que si han sido innovadores porque con Montessori
tuvieron flexibilidad en el aula, espacio para pensar”.
"Desarrollar su inteligencia
emocional es tan importante como su faceta creativa"
Pensar con los dos lados del cerebro. El lado derecho
resuelve los problemas algorítmicos, que son aquellos con una solución fija
(una resta, por ejemplo) porque se solucionan aplicando una regla. Y el
izquierdo, se preocupa de los problemas heurísticos, cuya respuesta hay que
inventarla porque no hay a qué agarrarse. En este lado se concentra nuestra
creatividad, fantasía o expresión de las emociones (ver gráfico).
Asesine o no la escuela, lo que está claro es que el
papel que juegue el maestro es de vital importancia. Caroline Sharp en su
artículo Desarrollando la creatividad infantil: ¿qué podemos
aprender de la investigación? sostiene que “tolerar la
ambigüedad, plantear preguntas con distintas respuestas, animar a la
experimentación y a la persistencia y felicitar al niño ante una contestación
inesperada”. Todo eso sin perder de vista que el alumno tiene además que “aprender
a juzgar cuándo es apropiado divergir y cuando debe mostrarse de acuerdo”.
Son las diez de la mañana y los alumnos del Aldebarán
eligen el color de su cartulina. En ella pegan su retrato preferido y decoran
la hoja a su gusto. De casa han traído botones, trozos de tela, poliespan,
pegatinas... y el resultado es asombroso. Paula titula Sorpresa y solapa su
foto con su retrato dibujado; Darío cambia la O de su nombre por un botón;
Alicia, que ha optado por un cartón mucho más grande, homenajea a su gata Amaya
con una delicadeza que muchos quisieran... De fondo suena Nena da Conte, la
música favorita del alumno de la semana. Bailan un poco y siguen con su tarea,
salvo uno de los niños que no quiere hacer nada y la profesora le permite que
se recueste en el suelo. Ellas opinan que es fundamental la implicación de las
familias. Cada viernes —son dos clases de 14 niños— los padres de un alumno
comparten con el resto alguna afición de su hijo. Por ejemplo, pintan galletas
con ellos.
La pregunta que se plantean los expertos es: ¿cuándo
los niños empiezan a perder el asombro y las ganas de aprender que les hace
creativos? Coinciden en que esto sucede hacia los seis años. Lo que no parece
tener respuesta clara es si esto ocurre por mera madurez o por las convenciones
sociales impuestas en el aula.
Desarrollar su inteligencia emocional es tan
importante como su faceta creativa. Por eso en Tres Cantos tienen colgados en la
puerta carteles de cinco estados de ánimo. Cada mañana expresan sus emociones,
que cambian a lo largo de la jornada, colocando su nombre debajo de un estado.
No falla, después del recreo varios muestran su enfado.
Es
indiscutible que la infancia es la mejor edad para aprender a aprender y para sentar las bases de la
cooperación y la resolución de problemas, pero hay quien ha empezado a poner en
duda que sea la etapa de la vida más creativa. Mark Brackett, director del Centro de Inteligencia Emocional de la Universidad de
Yale, lo planteaba hace unos días: “Hay también informes
que dicen que la creatividad crece cuando eres adulto porque te conoces mejor a
ti mismo, a tus emociones”.
El Centro de Inteligencia Emocional nace ahora de la
colaboración de la prestigiosa universidad y la Fundación
Botín, que abrirán en Santander un centro de arte que aspira a
ser referencia mundial. Juntos estudiarán cómo canalizar la creatividad a
través de las artes, convencidos de la necesidad de contar con una ciudadanía
creativa no solo por su bienestar individual, sino para potenciar el desarrollo
social y económico del país. Aprovechar ideas que surgen como respuesta a un
sentimiento artístico. “Aunque sean negativas. Como la célebre frase de Woody
Allen saliendo de la ópera: ‘Cuando escucho a Wagner más de media hora me
entran ganas de invadir Polonia”, ironiza Brackett.
“Yo siempre he tenido clara la importancia de la
creatividad, pero mucha gente no. Quizá desde que llegó la crisis y se empezó a
hablar de emprendimiento la cosa cambió y hay más interés por la capacidad de
crear”, argumenta Íñigo Sáenz de Miera, director general de la Fundación Botín,
que pone en marcha cada curso talleres creativos en 80 colegios.
“La
creatividad es una forma de mirar y resolver los problemas de la vida. Hay que
cambiar la actitud. Sirve para todo en la vida: para solventar conflictos,
innovar, relacionarse mejor”, anima Valderrama que trabaja esta faceta en un máster
de Educación Secundaria para futuros maestros. Ella observa cómo estos
estudiantes desconfían de tener capacidades creativas y trata de estimularlos
para que venzan esa barrera. “La creatividad
es no es un talento innato. Hay que exponerse a estímulos creativos que no sean
de las áreas habituales —películas y libros de otros géneros—, pararse a
pensar, cuestionarse las cosas. Balzac decía: no existe gran talento sin gran
voluntad. Y tenía razón. Parece magia, que un día a un inventor se le enciende
la bombilla cuando detrás hay muchas horas de trabajo. Se necesita compromiso y
pasión”.
Hay otros factores que parecen menores sin serlo. Como
el tamaño y la disposición de la clase, el patio o jardín, la calidad del
equipamiento y los materiales o el acceso a otros ambientes. “Es bueno que las
aulas sean grandes para que el niño de un vistazo vea todos los materiales con
los que puede aprender sin tener que recordar. Y los niños no están todo el día
sentados. A veces se sientan en el suelo y hay que respetar su espacio”,
sostiene Julià.
Creatividad pero con los pies en el suelo. El doctor
Frank Emanuel Weinert, que trabaja con niños superdotados, lo describe así:
“Kant decía que no se puede llegar a viejo sin haber creado diferentes hábitos
a modo de esqueleto. No puede ser que cada día haya que encontrar razones para
lavarse los dientes. Eso no lo aguanta la naturaleza humana”.
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